Carmelo femenino

Las Monjas Carmelitas


Dedicadas a la oración y al silencio bajo el manto de la Madre y Hermosura del Carmelo, las Monjas Carmelitas, cuya fundación en Puerto Rico se remonta al siglo XVII, participan del carisma contemplativo de la Orden del Carmen que se inició hacia finales del siglo XII junto al Monte Carmelo en Palestina.

Para comprender la trayectoria de su servicio a Puerto Rico por más de tres siglos y medio es preciso comprender los orígenes mismos de la vida religiosa monástica y contemplativa, así como los orígenes de la Orden del Carmen y en particular de su rama femenina. El Carmelo, que tiene por compromiso fundamental el vivir “en obsequio de Jesucristo”, encuentra su dimensión contemplativa expresada de manera particularmente intensa en la experiencia claustral de las monjas. Es por ello que los orígenes históricos del Monasterio Carmelita de San José representan para nuestra Iglesia local, no sólo la primera expresión de vida religiosa femenina formalmente constituida, sino también un espacio de vida contemplativa, de oblación e inmolación por la salvación de Puerto Rico y del mundo entero, de intensa oración y sacrificio por los sacerdotes y por todas las necesidades de la Iglesia.

La Orden del Carmen

Origen

A finales del siglo XII surge la Orden de los Carmelitas. Comienza la Orden con un grupo de peregrinos y cruzados que deciden seguir el estilo eremítico de vida fijando su morada en las laderas del Monte Carmelo en Tierra Santa, en Palestina.

Habían escogido el país santificado por la vida terrena del Señor y en concreto, el lugar recordado por la presencia del profeta Elías, considerado en la tradición patrística como el iniciador de la vida monástica y profética. Igualmente los Carmelitas vieron en Elías al inspirador de su modo de vida, ya que deseaban imitar su celo por la gloria de Dios y su intimidad con Dios, viviendo en Su presencia. Ellos se propusieron como ideal de vida el vivir en obsequio de Jesucristo, imitando a la Virgen María en el Espíritu de Elías.

Alberto, Patriarca de Jerusalén, les redactó una Regla que formalizaba su estilo de vida, la cual fue aprobada por la Santa Sede. Tomaron el nombre de Hermanos de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo y construyeron una capilla en su honor; así desarrollaron el sentido de pertenencia a la Virgen como Señora del lugar y le tributaron los honores que solían dársele al fundador o patrón. Procuraron amoldar sus vidas a la de la Virgen, esforzándose en vivir en la contemplación de los misterios del Señor y llevar una vida pobre, sencilla y austera.

Con el correr del tiempo, y dado su posterior traslado y expansión en Europa, los Carmelitas fueron asociados a las corrientes de la vida mendicante; sin embargo, conservaron como parte esencial de su carisma el ideal eremítico-contemplativo con el que se inició la Orden.

El Carmelo femenino

Ya desde el siglo XIII surgieron mujeres que deseando participar del espíritu de la Orden del Carmen, se afiliaron a la misma de diversos modos. Pero fue en 1454 con la Bula “Cum Nulla”, otorgada por el Papa Nicolás V, se se formalizó la vida religiosa carmelita femenina como tal.

A partir de esa reglamentación, la Beata Francisca de Amboise y el Beato Juan Soreth, durante la segunda mitad del siglo XV, dieron un fuerte impulso a los primeros Monasterios formales de Monjas Carmelitas. El Carmelo femenino tuvo un gran florecimiento en Italia y en España durante los siglos XV y XVI. Entre las grandes figuras femeninas del Carmelo, se encuentran: Santa Magdalena de Pazzi, mística florentina de altos vuelos y profunda doctrina espiritual; Santa Teresa de Ávila, Doctora de la Iglesia y una de las más grandes místicas de todos los tiempos, cuyos esfuerzos de reforma dieron nuevo vigor al espíritu contemplativo del Carmelo. Más adelante en el tiempo surgieron mujeres eminentes que llegaron a la cumbre de la santidad, tales como Santa Teresa del Niño Jesús, patrona de las misiones y maestra de la infancia espiritual, proclamada Doctora de la Iglesia; la Beata Isabel de la Trinidad, maestra de vida interior y de la presencia de la Trinidad; Santa Teresa Benedicta de la Cruz, filósofa, judía conversa y mártir en los campos de concentración nazi; y Santa Teresa de los Andes, joven chilena que asimiló en brevísimo tiempo toda la riqueza mística del Carmelo y la vivió a plenitud.


Ideal y misión de la monja carmelita

Son muchas y ricas las formulaciones que expresan de un modo u otro la intensidad de vida interior, el ideal y la misión en que toda Carmelita fundamenta sus aspiraciones, su esfuerzo y su vida entera. Santa Teresita lo expresó así: “En el Corazón de mi Madre la Iglesia, yo seré el Amor”. Tradicionalmente la misión de la Carmelita se ha conceptuado como un vivir en presencia de Dios, llegando a una estrecha unión con Dios, a favor de las almas. Un ilustre carmelita de nuestro siglo ha dicho que “la vida de la monja Carmelita es la prolongación de la vida interior de la Virgen María sobre la tierra, que se cifra en la adhesión de su corazón virginal a la persona y obra de Jesús.” En las Constituciones, se afirma que “cada monasterio será como un cenáculo donde en compañía de María, las hermanas seguirán implorando la acción del Espíritu Santo en el Pentecostés permanente de la Iglesia”. La Carmelita sabe, como dijo Santa Teresa, que “solo Dios basta”, porque habiendo sentido en lo íntimo de su alma el amor de Cristo, hace suyos los sentimientos de su Señor y desea inmolarse con Él por la salvación de los hombres.

La vida de la Carmelita contemplativa se fundamenta pues, en una fe muy profunda en el valor salvífico y misionero del don total de sí misma –en oración, penitencia y apertura a la Palabra de Dios, fortalecida con la Eucaristía, que se prolonga de modo especial en la liturgia, alabanza al Padre de Cristo unido a su Esposa la Iglesia. De hecho, la vida contemplativa claustral influye misteriosamente en la construcción del Reino de Dios, precisamente por medio de la oración y de esa íntima unión con Cristo, que se manifiesta no sólo interiormente sino en todas las expresiones de la vida de la contemplativa. De ello se desprende que la vida contemplativa es necesariamente apostólica.

En efecto, la Carmelita contemplativa sabe que aún la más pequeña de sus acciones del diario vivir, hecha por puro amor, tiene un valor incalculable, porque no es el hacer, sino el ser, es su misma vida, lo que la Carmelita ofrece, y su vida consiste en amar. Por eso el espíritu apostólico penetra la vida de la Carmelita de modo que su oración e inmolación están animadas por el ardor eclesial y misionero.